Horacio Quiroga (Salto, 1878 - Buenos Aires, 1937) Narrador
uruguayo radicado en Argentina, considerado uno de los mayores
cuentistas latinoamericanos de todos los tiempos. A continuación proponemos la lectura de uno de sus relatos más conocidos, EL HIJO.
EL HIJO
Es un poderoso día de verano en
Misiones, con todo el sol, el calor y la calma que puede deparar la estación. La
naturaleza, plenamente abierta, se siente satisfecha de sí.
Como el sol, el calor y la calma ambiente, el padre abre
también su corazón a la naturaleza.
-Ten cuidado, chiquito -dice a su hijo, abreviando en
esa frase todas las observaciones del caso y que su hijo comprende
perfectamente.
-Si, papá -responde la criatura mientras coge la
escopeta y carga de cartuchos los bolsillos de su camisa, que cierra con
cuidado.
-Vuelve a la hora de almorzar -observa aún el padre.
-Sí, papá -repite el chico.
Equilibra la escopeta en la mano, sonríe a su padre, lo
besa en la cabeza y parte. Su padre lo sigue un rato con los ojos y vuelve a su
quehacer de ese día, feliz con la alegría de su pequeño.
Sabe que su hijo es educado desde su más tierna
infancia en el hábito y la precaución del peligro, puede manejar un fusil y
cazar no importa qué. Aunque es muy alto para su edad, no tiene sino trece años.
Y parecía tener menos, a juzgar por la pureza de sus ojos azules, frescos aún de
sorpresa infantil. No necesita el padre levantar los ojos de su quehacer para
seguir con la mente la marcha de su hijo.
Ha cruzado la picada roja y se encamina rectamente al
monte a través del abra de espartillo.
Para cazar en el monte -caza de pelo- se requiere más
paciencia de la que su cachorro puede rendir. Después de atravesar esa isla de
monte, su hijo costeará la linde de cactus hasta el bañado, en procura de
palomas, tucanes o tal cual casal de garzas, como las que su amigo Juan ha
descubierto días anteriores. Sólo ahora, el padre esboza una sonrisa al recuerdo
de la pasión cinegética de las dos criaturas. Cazan sólo a veces un yacútoro, un
surucuá -menos aún- y regresan triunfales, Juan a su rancho con el fusil de
nueve milímetros que él le ha regalado, y su hijo a la meseta con la gran
escopeta Saint-Étienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca.
Él fue lo mismo. A los trece años hubiera dado la vida
por poseer una escopeta. Su hijo, de aquella edad, la posee ahora y el padre
sonríe...
No es fácil, sin embargo, para un padre viudo, sin otra
fe ni esperanza que la vida de su hijo, educarlo como lo ha hecho él, libre en
su corto radio de acción, seguro de sus pequeños pies y manos desde que tenía
cuatro años, consciente de la inmensidad de ciertos peligros y de la escasez de
sus propias fuerzas.
Ese padre ha debido luchar fuertemente contra lo que él
considera su egoísmo. ¡Tan fácilmente una criatura calcula mal, sienta un pie en
el vacío y se pierde un hijo!
El peligro subsiste siempre para el hombre en cualquier
edad; pero su amenaza amengua si desde pequeño se acostumbra a no contar sino
con sus propias fuerzas.
De este modo ha educado el padre a su hijo. Y para
conseguirlo ha debido resistir no sólo a su corazón, sino a sus tormentos
morales; porque ese padre, de estómago y vista débiles, sufre desde hace un
tiempo de alucinaciones.
Ha visto, concretados en dolorosísima ilusión,
recuerdos de una felicidad que no debía surgir más de la nada en que se recluyó.
La imagen de su propio hijo no ha escapado a este tormento. Lo ha visto una vez
rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una
bala de parabellum, siendo así que lo que hacía era limar la hebilla de su
cinturón de caza.
Horrible caso... Pero hoy, con el ardiente y vital día
de verano, cuyo amor a su hijo parece haber heredado, el padre se siente feliz,
tranquilo y seguro del porvenir.
En ese instante, no muy lejos, suena un estampido.
-La Saint-Étienne... -piensa el padre al reconocer la
detonación. Dos palomas de menos en el monte...
Sin prestar más atención al nimio acontecimiento, el
hombre se abstrae de nuevo en su tarea.
El sol, ya muy alto, continúa ascendiendo. Adónde
quiera que se mire -piedras, tierra, árboles-, el aire enrarecido como en un
horno, vibra con el calor. Un profundo zumbido que llena el ser entero e
impregna el ámbito hasta donde la vista alcanza, concentra a esa hora toda la
vida tropical.
El padre echa una ojeada a su muñeca: las doce. Y
levanta los ojos al monte. Su hijo debía estar ya de vuelta. En la mutua
confianza que depositan el uno en el otro -el padre de sienes plateadas y la
criatura de trece años-, no se engañan jamás. Cuando su hijo responde: "Sí,
papá", hará lo que dice. Dijo que volvería antes de las doce, y el padre ha
sonreído al verlo partir. Y no ha vuelto.
El hombre torna a su quehacer, esforzándose en
concentrar la atención en su tarea. ¿Es tan fácil, tan fácil perder la noción de
la hora dentro del monte, y sentarse un rato en el suelo mientras se descansa
inmóvil?
El tiempo ha pasado; son las doce y media. El padre
sale de su taller, y al apoyar la mano en el banco de mecánica sube del fondo de
su memoria el estallido de una bala de parabellum, e instantáneamente, por
primera vez en las tres transcurridas, piensa que tras el estampido de la
Saint-Étienne no ha oído nada más. No ha oído rodar el pedregullo bajo un paso
conocido. Su hijo no ha vuelto y la naturaleza se halla detenida a la vera del
bosque, esperándolo.
¡Oh! no son suficientes un carácter templado y una
ciega confianza en la educación de un hijo para ahuyentar el espectro de la
fatalidad que un padre de vista enferma ve alzarse desde la línea del monte.
Distracción, olvido, demora fortuita: ninguno de estos nimios motivos que pueden
retardar la llegada de su hijo halla cabida en aquel corazón.
Un tiro, un solo tiro ha sonado, y hace mucho. Tras él,
el padre no ha oído un ruido, no ha visto un pájaro, no ha cruzado el abra una
sola persona a anunciarle que al cruzar un alambrado, una gran desgracia...
La cabeza al aire y sin machete, el padre va. Corta el
abra de espartillo, entra en el monte, costea la línea de cactus sin hallar el
menor rastro de su hijo.
Pero la naturaleza prosigue detenida. Y cuando el padre
ha recorrido las sendas de caza conocidas y ha explorado el bañado en vano,
adquiere la seguridad de que cada paso que da en adelante lo lleva, fatal e
inexorablemente, al cadáver de su hijo.
Ni un reproche que hacerse, es lamentable. Sólo la
realidad fría, terrible y consumada: ha muerto su hijo al cruzar un... ¡Pero
dónde, en qué parte! ¡Hay tantos alambrados allí, y es tan, tan sucio el monte!
¡Oh, muy sucio ! Por poco que no se tenga cuidado al cruzar los hilos con la
escopeta en la mano...
El padre sofoca un grito. Ha visto levantarse en el
aire... ¡Oh, no es su hijo, no! Y vuelve a otro lado, y a otro y a otro...
Nada se ganaría con ver el color de su tez y la
angustia de sus ojos. Ese hombre aún no ha llamado a su hijo. Aunque su corazón
clama por él a gritos, su boca continúa muda. Sabe bien que el solo acto de
pronunciar su nombre, de llamarlo en voz alta, será la confesión de su muerte.
-¡Chiquito! -se le escapa de pronto. Y si la voz de un
hombre de carácter es capaz de llorar, tapémonos de misericordia los oídos ante
la angustia que clama en aquella voz.
Nadie ni nada ha respondido. Por las picadas rojas de
sol, envejecido en diez años, va el padre buscando a su hijo que acaba de morir.
-¡Hijito mío..! ¡Chiquito mío..! -clama en un
diminutivo que se alza del fondo de sus entrañas.
Ya antes, en plena dicha y paz, ese padre ha sufrido la
alucinación de su hijo rodando con la frente abierta por una bala al cromo
níquel. Ahora, en cada rincón sombrío del bosque, ve centellos de alambre; y al
pie de un poste, con la escopeta descargada al lado, ve a su...
-¡Chiquito...! ¡Mi hijo!
Las fuerzas que permiten entregar un pobre padre
alucinado a la más atroz pesadilla tienen también un límite. Y el nuestro siente
que las suyas se le escapan, cuando ve bruscamente desembocar de un pique
lateral a su hijo.
A un chico de trece años bástale ver desde cincuenta
metros la expresión de su padre sin machete dentro del monte para apresurar el
paso con los ojos húmedos.
-Chiquito... -murmura el hombre. Y, exhausto, se deja
caer sentado en la arena albeante, rodeando con los brazos las piernas de su
hijo.
La criatura, así ceñida, queda de pie; y como comprende
el dolor de su padre, le acaricia despacio la cabeza:
-Pobre papá...
En fin, el tiempo ha pasado. Ya van a ser las tres...
Juntos ahora, padre e hijo emprenden el regreso a la
casa.
-¿Cómo no te fijaste en el sol para saber la hora...?
-murmura aún el primero.
-Me fijé, papá... Pero cuando iba a volver vi las
garzas de Juan y las seguí...
-¡Lo que me has hecho pasar, chiquito!
-Piapiá... -murmura también el chico.
Después de un largo silencio:
-Y las garzas, ¿las mataste? -pregunta el padre.
-No.
Nimio detalle, después de todo. Bajo el cielo y el aire
candentes, a la descubierta por el abra de espartillo, el hombre vuelve a casa
con su hijo, sobre cuyos hombros, casi del alto de los suyos, lleva pasado su
feliz brazo de padre. Regresa empapado de sudor, y aunque quebrantado de cuerpo
y alma, sonríe de felicidad.
Sonríe de alucinada felicidad... Pues ese padre va
solo.
A nadie ha encontrado, y su brazo se apoya en el vacío.
Porque tras él, al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el
alambre de púa, su hijo bienamado yace al sol, muerto desde las diez de la
mañana.